«No me mires así, que yo soy independentista». Una señora de corta talla física y menor intelecto que porta una estelada se abalanza contra una amiga mía sevillana residente en el País Vasco que, si de algo entiende, es de tacto con sensibilidades independentistas. Un empujón que casi llega a algo más y un desagradable momento de tensión. Obviamente, la tipeja (no mi amiga; la otra) no representa a nadie. Por cierto, es extremeña: ya se sabe que los conversos tienden al extremismo. No le concedo una letra más; lo de esta mujer fue una excepción. Pero no es inventado. Intentemos descifrar cómo se generó tal caldo de cultivo para que algo así pudiera suceder.
En la Plaza Mayor de Madrid se cantaba lo de «menos esteladas y más cerveza helada», muchos sevillistas portaban banderas nacionales como si se tratase de un partido internacional y parecía no quedar lugar para un barcelonista que se considere español y presuma de ello. Alguno hubo que le echó bemoles y portó la rojigualda, justo es señalarlo. ¿Por qué todo esto?
En el fútbol se es de uno u otro equipo por una cuestión identitaria. Alguien puede decir: yo soy sevillista y a los sevillistas les gusta tal cosa sí y tal no, se comportan así o asao. Y yo respondo a esos patrones para arraigar un sentimiento de pertenencia a la manada que en última instancia me sirva para reconocerme. Sé quién soy (lo creo al menos) porque me defino con esta etiqueta de afinidad balompédica. Antropológicamente es así. Por eso me resulta tan inexplicable hablar de amor a unos colores (¡unos colores!) como concepto absoluto y que haya gente que se dé de tortas por eso.
Pues bien, lo del Calderón trascendió el ámbito de lo lúdico social (deportivo) para tocar otra fibra del ADN de todo hijo de vecino: su sentimiento nacional.
El FC Barcelona es muy grande, es inmenso. Pero la miopía provinciana de sus dirigentes lo ha encorsetado y convertido en instrumento político. El perenne amagar en el proceder de Rajoy se ha traducido en una alfombra roja para el victimismo: la denuncia de la delegada del Gobierno se quedó en nada mediante decisión judicial y se ha vendido como un ataque a la libertad de expresión. Resulta risible que un club que se negó a jugar la semifinal de la Copa del Rey en el año 2000 (con Guardiola como capitán y posterior medida de gracia de Villar para que no se le castigara), que tiene a tres de sus mejores jugadores condenados por delitos fiscales, algún otro imputado, un Caso Neymar que huele que apesta y un ex presiente presidiario (el Sevilla tiene otro), se permita el lujo de dar lecciones de moral y ética. También los que predican la desconexión con el Estado y la desobediencia denuncian atropello por haber puesto encima de la mesa el asunto de que una bandera no constitucional no tiene sentido en un espectáculo deportivo. El mundo al revés. Pero esto es España: un país cuyo pasatiempo nacional es insultarse a sí mismo.
Conclusión: todo el mundo acabó contagiado. La afición sevillista cantó el ‘Que viva España’ y el ‘Yo soy español, español, español’, algo nunca visto hasta la fecha. Al menos por quien firma estas líneas. Por pura oposición, por sentirse herida por una hinchada rival que silbó el himno nacional, lo que supone un paso más allá del puro deseo de conformar un país independiente. Eso se llama desprecio.
Otra consecuencia inesperada de este partido tan politizado fue que no pocos béticos desearon la victoria del eterno rival por anteponer su españolidad al cainismo. Y yo mismo he caído en la trampa y he acabado hablando de política y no de fútbol. Mea culpa.
PD: felicitaciones al Barça. Justo campeón que supo jugar muchos minutos en inferioridad y acabó decidiendo con calidad.
(Reproducción, por su interés, del artículo publicado en la web muchodeporte.com)