Este mes se cumple siglo y medio exacto de la consagración de un elemento de dominio propio de todo lo que pueda considerarse religión institucional y no personal, un sistema de control basado en una presunta moral adobada con miedos y premios para la otra vida por buen comportamiento. La efemérides en cuestión apunta al dogma católico de la infalibilidad papal, aprobado en el Concilio Vaticano I en julio de 1870 y que campanudamente afirma que el Santo Padre se encuentra exento de cometer el más mínimo error cuando realiza a la Iglesia un señalamiento sobre fe o moral y lo hace bajo la inspiración directa del Espíritu Santo. En tal caso, lo que dicte no resultará en ningún caso materia de debate y se dará como verdad absoluta e incontestable. Es lo que se conoce como hablar ex cathedra, un mecanismo que ha originado desde entonces un puñado de declaraciones que por pura definición no pueden estar erradas.¡Ja!
No se le puede restar ingenio a la fórmula que el pontífice Pío X logró sacar adelante con una norma cogida con alfileres (los argumentos teológicos son de una endeblez extrema) para evitar que se produjeran corrientes de opinión libre que pusieran en cuestión el trono de Roma. Una forma como otra cualquiera de acabar con la (posible) disensión interna por adelantado, sin contemplaciones. Todo lo contrario a la esencia de lo espiritual, que siempre debe ser libre y no domesticada. Insisto: con sus matices, no es ni más ni menos que lo que ejecuta el resto de religiones institucionalizadas, que no pueden funcionar dentro de un permanente debate axiomático o desaparecerían por disgregación centrífuga.
Me pregunto cómo funciona ahora la imposición de verdades fuera de cuestión cuando asistimos a un proceso de concienzuda demolición de nuestra historia y tradición cristianas en Europa para sustituirlas por un nuevo credo ateo, valga el extraño oxímoron, basado en mantras adiestrados por la intelectualidad dominante, que se revela ella sola como una corriente de izquierdas y globalista. Anulada por obsoleta la lucha de clases, los puntales de la nueva fe obligatoria oscilan entre el feminismo radical cuasi hembrismo, el odio a un estudio histórico con un mínimo de rigor, la lucha contra el cambio climático y la bendición por parte del pueblo domesticado de la protección que brindan unas opacas élites transnacionales que en teoría nos protegen, son altruistas y, como el Papa desde 1870, no están en discusión mientras nos tienen entretenidos con el control de las redes sociales, el miedo y constantes cortinas de humo.
¿Hay por qué preocuparse? Yo diría que sí… como siempre en realidad. No olvidemos que la libertad (de pensamiento) está continuamente amenazada. Si disientes, o eres conspiranoico y un majara a evitar o te espera la muerte civil. Mi fuerza es diminuta, lo sé, pero desde aquí reclamo mi derecho a estar en desacuerdo con todo lo que sea pensamiento en una única dirección y a fabricar mis propias creencias al margen de los gustos de la masa consumista (de la que no dejo de formar parte). Y a escribir lo que, modestamente, me dé la real gana. Y a cambiar de opinión si se tercia. Aunque al final no me lea nadie.
Estamos llegando a un punto, en el cuál, hasta la queja está mal vista.