Se nos ha ido el más grande, el verdadero príncipe de los ingenios. Me refiero, por supuesto, a Francisco Ibáñez, al que un amigo de la infancia, en un arrebato de entusiasmo y sinceridad, le confesó literalmente durante una firma de ejemplares: «Para mí, usted es más importante que mi padre». Son muchos años, todos en realidad, leyendo y releyendo las historietas de sus personajes e incluyendo sus chisposos diálogos en la vida real. Cuando eso sucedía y algún desconocido nos oía, se daba la vuelta y sonreía, decíamos para nuestros adentros: «Ahí hay uno de los nuestros».
Se nos ha ido, literalmente, un trozo de nuestras vidas sin que este estúpido país llamado España le haya concedido el Premio Princesa de Asturias o el Nacional de Literatura. Al menos, yo puedo presumir de tener un «Ibáñez auténtico» colgado en el salón de mi casa. Lo digo sin ojana, palabra que debería estar reconocida ya en el diccionario de la Real Academia.
Nos hemos quedado huérfanos de una nueva historieta, de un tebeo —olviden ya el esnobismo de llamar cómic a las obras de arte de don Francisco— en el que el genio parodiase cómo el país será dirigido por un prófugo de la justicia, porque la dichosa ley de Ohm así lo permite y los partidos mayoritarios no entienden qué significa el concepto de un pacto nacional para huir de los radicalismos. En fin, descanse en paz mi ídolo particular.
Sólo para iniciados: «Estos tipos con bigote tienen cara de hotentote».