Salgo de mi casa esta mañana y me tropiezo con lo que parece una manifestación. Echo un ojo y me encuentro con una veintena de ancianos —diría que el más joven rebasaría ampliamente los setenta y muchos— que caminan a paso corto, presididos por una pancarta que rezaba algo así: «Los mayores tenemos derecho a una buena sanidad pública. No podemos pagar un seguro privado». La coreografía se completaba con un megáfono conectado a un reproductor de sonido: se escuchaba una comparsa gaditana con una letra reivindicativa acerca de los derechos sociales.
Cuatro policías locales custodiaban la marcha de estos veinte señores, que iban hablando de sus cosas mientras cortaban el tráfico. No estaban para gritar soflamas, les bastaba con el soniquete del tres por cuatro del megáfono. Intuyo que sus pulmones no daban para muchos esfuerzos. Inspiraban ternura. Con total probabilidad, sus demandas callejeras tendrán un impacto igual a cero.
Tan sólo cinco minutos más tarde, me tropecé con una docena de africanos —lo afirmo porque uno de ellos hablaba a otro en un idioma senegalés: wólof, creo— jóvenes, recios y con un físico envidiable. Iban montados en bicicleta, portando bártulos que parecían ser mercancía de venta en la calle. Varios de ellos iban sobre la acera. «Perdón», me dijo uno que pasó a toda velocidad a mi lado. En unos pocos segundos, ya habían desaparecido. El último llevaba una camiseta falsa del Manchester United rotulada con su estrella, Rashford.
Me quedé pensando qué debería interpretar de ese contraste que acababa de presenciar…