Éste es un artículo para los que se dedican a repartir carnés de demócratas, hablan desde un estatus de presunta superioridad moral y se consideran únicos legitimados para ocupar puestos de relevancia pública. Para los que se sientan identificados, ahí va.
Sepan que en Grecia, cuna de la democracia, vivió un tal Clístenes, perteneciente a la familia de los Alcmeónidas. Él fue quien introdujo el sistema de la isonomía (igualdad ante la ley) en Atenas, después de haber sido arconte (gobernante) durante la tiranía de Hipias. Precisamente, para evitar cualquier amago de regreso al modelo tiránico, Clístenes creó la institución del ostracismo. La cosa funcionaba así: una vez al año los ciudadanos podían decidir qué vecino querían desterrar para evitar cualquier posibilidad de que alcanzase el poder. Se requería un quorum de 6.000 votantes para sacar adelante un destierro en nombre del bien público, basado únicamente en la presunción, sin que tuviera que mediar denuncia alguna. Si se obtenía la mayoría suficiente, el designado disponía de diez días para abandonar la ciudad, a la que no podría regresar en un plazo de diez años (aunque en muchas ocasiones se acababa reduciendo la pena). Digamos que era un mecanismo de defensa social. ¿Un mecanismo democrático, se diría hoy día? ¿Quién lo diría?
El demagogo Hipérbolo (menudo nombre) fue el último griego que sufrió el ostracismo. Acabó asesinado en la isla de Samos a manos de oligarcas samios implicados en una revolución contra el consejo de los Cuatrocientos, un golpe de Estado contra la democracia ateniense. La historia es apasionante, pero no voy a cansarles. Tan sólo me apetece dejar una pregunta en el aire, al alcance de tanto democratita de salón, de los de “todos y todas”. Ya saben.
Si democráticamente volviera el ejercicio del ostracismo, ¿a quién votaría usted para que se fuera a tomar viento unos añitos?