Desayunar un jugo de fruta bomba y un pan con tortilla en la calle Espada. Comprar el Granma a la anciana del quiosco de la plaza de los Mártires. Asistir a un concierto de Michel Herrera en ‘La zorra y el cuervo’ de la calle 23. Sentarme a tomar un helado frente a la casa de Alexander Humboldt en la Habana Vieja mientras los niños juegan a la pelota. Conversar con los libreros de la Plaza de Armas sobre obras censuradas. Preguntar qué trae el ‘paquete’ de la semana en uno de los puestos de venta de películas piratas. Charlar con un desconocido sobre la situación política en España. Repetir una y otra vez que no soy del Madrid ni del Barcelona aunque me guste el fútbol. Ver anochecer en el malecón mientras ordeno un pan con filete y una Cristal en el puesto de Paco, el español. Sentarme en la plaza de San Rafael para buscar algo de wifi mientras decenas de familias hacen videoconferencias con sus amigos, esposos y de todo que residen en Miami (capítulo aparte las escenas de cibersexo entre la multitud…). Escuchar a una jinetera decir que me quiere llevar a la cama y que su amiga se apunta. Ver un canal de televisión de Florida que mi familia cubana maneja por un cable de conexión que el vecino les ha tirado desde su casa, todo muy ilegal por supuesto. Ir al cine por tres pesos cubanos (25 hacen un dólar). Pedir insistentemente el micrófono para preguntar en directo en la rueda de prensa de Obama y Raúl Castro, y no conseguirlo. Imaginar en el Hotel Inglaterra cómo fue la estancia de los corresponsales de prensa que cubrieron la guerra entre Cuba y España. Decir que el que tengo en la mano será el último mojito que me pido esta noche en el ‘FAC’ (Fábrica de Arte Cubano) y por supuesto no cumplir. Charlar sobre el sentido de la vida y la muerte con Gustavo, mi santero de cabecera. Observar cómo el marido de mi vecina Mercedes arregla el radiador de su coche con zumo de tomate y un huevo. Tener una pelea con Paulo, del Minrex cubano, por haber escrito un artículo duro con el régimen y luego hacernos amigos. Comprar libros y más libros por céntimos de euro. Ayudar sin mirar a quién. Aprender cómo un tipo que peina canas y tiene dos licenciaturas se gana la vida arreglando mecheros… sin perder la sonrisa y la gallardía. Ducharme con un hilito de agua. Pasear junto al Capitolio bajo las estrellas. Escuchar la experiencia de la guerra en Angola contada en primera persona. Hablar con disidentes y con fidelistas. Sentirme orgulloso cuando mi nuevo amigo Alejandro, después de pedirme cien veces que le regale mi teléfono, se despide con un abrazo y me dice que me va a extrañar. Sufrir alguna que otra descomposición de vientre. Montarme en un almendrón de diez pesos y preguntar al conductor si su ruta es por Línea.
Y mil cosas más.