El otro día me crucé por la calle con una antigua profesora. Al principio me costó reconocerla por lo de la mascarilla que tanto nos conviene. Reproduciré lo más sustancioso de la conversación omitiendo su nombre, no sea que alguien le riña si la identifica: «Mira, Dani, de toda la vida hemos entendido que, cuando una persona cae enferma por contraer una infección, recibe la alerta de esa enfermedad por los síntomas que genera el cuerpo. En el caso de cualquier tipo de gripe, ya sabemos que se trata de fiebre, tos, dolor muscular… Y también sabemos que el covid es un tipo de gripe, con una tasa bajísima de letalidad por cierto. Reflexiona: no tienes más que ver a los futbolistas profesionales de Primera y Segunda. Los clubes deben de ser muy afortunados, porque todos sus contagiados (ya van muy por encima del tercio) pasan unos días en su casa en-tre-nán-do-se y se incorporan, de inmediato, a un deporte de exigencia pro-fe-sio-nal. ¡Caramba, qué manera más curiosa de sufrir una enfermedad que nos venden como devastadora… ¿Este dato te dice algo?».
Pregunté a mi profesora qué pretendía contarme con aquello y le pedí que se alejara para mantener la distancia social que ordenan los expertos de la tele. «Dani, me refiero a que si una persona no produce síntomas de gripe, sólo pueden suceder dos posibles situaciones. O bien no está contagiada de nada, que es lo que hemos entendido toda la vida, o bien sí está contagiada, pero es asintomática, esa palabra que han puesto de moda ahora. Admitamos que se trata de lo segundo. Si sucediera así, significaría que su organismo está venciendo a la infección, porque, de lo contrario, estaría sufriendo fiebre y demás. Y si está venciendo al virus, ¿cómo demonios puede alguien demostrar que esa persona asintomática es foco de infección? Su capacidad infecciosa sería extremadamente mínima: habría de hablarte a menos de un palmo de distancia durante muchísimo tiempo y, además, el virus que podría transmitir estaría aminorado porque su organismo ya lo está venciendo. Transmitiría una versión del virus muy fácil de superar y que, en consecuencia, probablemente inmunizaría a su receptor. ¿Estás de acuerdo conmigo? Dime en qué falla mi argumentación».
No supe qué replicar. Le volví a pedir que se alejase y que se subiera la mascarilla hasta que casi no pudiese respirar. Luego me dijo que el truco de todo esto es la falsa narrativa de hacerme creer que somos responsables de la salud de los demás: «Y eso no va así. La salud es un tema personal. Si alguien no desea contagiarse jamás de nada, puede quedarse en su casa y ponerse docenas de guantes y mascarillas. Y vacunarse cien veces para hacer ricas a las farmacéuticas. Destrozará su sistema inmunológico y posiblemente caerá en depresión, pero estará en un absurdo entorno aséptico. Que haga lo que quiera. pero que no diga a los demás lo que hemos de hacer. Recuerda que la mayoría de las enfermedades tienen su origen en el estrés, y que al negocio farmacéutico les interesamos abatidos y estresados. Les interesamos enfermos. Así somos clientes recurrentes».
Me despedí apresuradamente de mi profesora. Me ponía nervioso ver que pensaba por su cuenta. Me fui rápidamente a ver a tres informativos de televisión seguidos, donde me contaron la verdad: debemos obedecer a «los expertos». Siempre obedecer. Nunca rechistar.
La imagen es una publicidad antigua: cuando las farmacéuticas vendían cocaína como medicina.
Los muertos, muy pocos, según la profesora, son mentira? Les interesará muy poco a los muertos y sus dolientes que la tasa sea tan baja. Eso me recuerda un profesor mío, que decía “ cuidado con la epidemiología criminal, Maltus era eso.