Permitan una reproducción de un célebre cuento del maestro Raymond Carver para cerrar el año.
Muy señor mío:
Me sorprendió tanto recibir su carta preguntándome por mi hijo… ¿Cómo ha dado conmigo? Me vine a vivir aquí hace años, justo después de que empezara a suceder todo aquello. Aquí nadie sabe quién soy, pero de todas formas tengo miedo. Y de quien tengo miedo es de él. Cuando miro el periódico me tiemblan las manos y me pongo a pensar. Leo lo que escriben sobre él y me pregunto si ese hombre es realmente mi hijo, si de verdad está haciendo todas esas cosas.
Era un buen chico, si dejamos aparte sus arrebatos y el hecho de que nunca dijera la verdad. No sé por qué razón. Todo empezó un verano, hacia el cuatro de julio, cuando él tenía unos quince años. Nos desapareció Trudy, la gata, y no la vimos ni aquella noche ni al día siguiente. Mrs. Cooper, la vecina de atrás, vino al día siguiente por la noche a decirme que Trudy se había arrastrado hasta su jardín aquella tarde, agonizando. Y que estaba muerta. Estaba destrozada, me dijo, pero aun así pudo reconocerla. Y que la había enterrado.
¿Destrozada?, dije. ¿Qué quiere decir?
Mr. Cooper había visto a dos chicos metiéndole petardos por las orejas y en… ya sabe dónde. Trató de detenerlos, pero escaparon corriendo.
¿Quién, quién estaba haciéndole eso a Trudy? ¿Mr. Cooper vio quiénes eran?
Mr. Cooper no conocía al otro chico, pero uno de ellos salió corriendo en esta dirección, y Mr. Cooper creía que era mi hijo.
Yo negué con la cabeza. No, era imposible, él jamás haría algo semejante, él quería a Trudy, Trudy llevaba años con nosotros. No, no podía ser mi hijo.
Aquella noche le conté a mi hijo lo de Trudy, y él se mostró sorprendido y afectado, y dijo que deberíamos ofrecer una recompensa. Escribió a máquina una nota y prometió ponerla en el tablón de la escuela. Pero cuando aquella noche se iba a su cuarto me dijo no te lo tomes tan a pecho, mamá, Trudy era vieja, en años de gato tendría unos sesenta y cinco o setenta, una vida muy larga.
Se puso a trabajar las tardes y los sábados en el almacén de Hartley’s. Una amiga mía que trabajaba allí, Betty Wilks, me habló acerca del empleo y me prometió recomendarle. Se lo dije a él aquella noche, y él me dijo que estupendo, que era difícil para la gente joven encontrar trabajo.
La noche en que iba a volver con su primera paga le preparé su cena preferida, y cuando llegó a casa se encontró con todo listo sobre la mesa. Aquí está el hombre de la casa, le dije, abrazándolo. Estoy tan orgullosa, ¿cuánto has cobrado, cariño? Ochenta dólares, dijo. Me dejó pasmada. Es maravilloso, cariño, no me lo puedo ni creer. Estoy muerto de hambre, dijo, vamos a comer.
Me sentía feliz, pero no acababa de comprenderlo: era más de lo que yo ganaba.
Cuando fui a hacer la colada encontré en su bolsillo la matriz del talón de Hartley’s. Eran veintiocho dólares, y él me había dicho ochenta. ¿Por qué no me había contado la verdad? No lograba entenderlo.
Le preguntaba ¿dónde estuviste anoche, cariño? En el cine, respondía. Y luego me enteraba de que había ido al baile de la escuela o de que había pasado la tarde dando vueltas en el coche de un amigo. ¿Qué más le dará decir la verdad?, pensaba yo. ¿Por qué no es sincero? ¿Qué razón hay para mentirle a su madre?
Recuerdo una vez que se suponía que volvía de una excursión al campo, y yo le pregunté si habían visto algo interesante en la excursión. Se encogió de hombros y me dijo que formaciones de tierra, rocas y cenizas volcánicas, y que les habían enseñado dónde había habido un gran lago un millón de años atrás, y que ahora no era más que un desierto. Me miró a los ojos y siguió hablando. Al día siguiente recibí una nota de la escuela pidiendo mi autorización para una excursión al campo; si autorizaba a mi hijo para que fuera.
Hacia finales de su último año en la escuela se compró un coche y se pasaba el día fuera de casa. Yo estaba preocupada por sus notas, pero él se reía. Sabrá usted que era un excelente estudiante: si sabe algo de él, seguro que no lo ignora. Y luego se compró una escopeta y un cuchillo de caza.
Yo detestaba ver aquellas cosas en la casa, y se lo dije. Se rió, siempre tenía una risa para todo. Me dijo que guardaría la escopeta y el cuchillo en el maletero del coche, que además allí los tendría más a mano.
Un sábado no vino a dormir a casa. Me preocupé terriblemente. A la mañana siguiente, hacia las diez, entró en casa y me pidió que le preparara el desayuno, que se le había abierto el apetito cazando, que sentía mucho no haber vuelto en toda la noche, que había tenido que ir muy lejos en el coche para llegar al sitio de la caza. La cosa me sonó extraña. Y él estaba nervioso.
¿Adonde fuiste?
Hasta Wenas. Disparamos unos cuantos tiros.
¿Con quién estuviste, cariño?
Con Fred.
¿Con Fred?
Se quedó con la mirada fija y no dijo nada más.
Al domingo siguiente entré de puntillas en su cuarto a coger las llaves del coche. Me había prometido que al volver del trabajo la noche anterior compraría unas cosas para el desayuno, y pensé que quizá las había dejado en el coche. Vi sus zapatos nuevos sobresaliendo de debajo de la cama y cubiertos de barro y arena. Abrió los ojos.
Cariño, ¿qué ha pasado con tus zapatos? Míralos.
Me quedé sin gasolina, y tuve que ir hasta una gasolinera. Se incorporó en la cama. Además, ¿a ti qué te importa?
Soy tu madre.
Mientras estaba en la ducha cogí las llaves y fui hasta el coche. Abrí el maletero. No encontré las cosas del supermercado. Vi la escopeta sobre una colcha y el cuchillo y una de sus camisas hecha un ovillo, y la extendí y vi que estaba llena de sangre. Húmeda aún. La solté y se me cayó de las manos. Cerré el maletero y volví hacia casa y le vi en la ventana mirándome, y luego me abrió la puerta.
Se me olvidó contártelo, dijo. Me estuvo sangrando la nariz de mala manera. No sé si se podrá lavar esa camisa. Tírala, dijo, y sonrió.
Unos días después le pregunté qué tal le iba en el trabajo. Muy bien, me dijo. Dijo que le habían subido el sueldo. Pero me encontré con Betty Wilks en la calle y me dijo que en Hartley’s todos sentían mucho que mi hijo se hubiera ido, que todo el mundo le apreciaba, dijo Betty Wilks.
Dos noches después estaba yo en la cama sin poder dormir. Con la mirada fija en el techo. Oí que el coche subía hasta la entrada, y escuché y oí cómo abría la puerta con la llave y entraba y pasaba por la cocina y por el pasillo y entraba en su cuarto y cerraba la puerta. Me levanté. Vi luz por debajo de la puerta, toqué y entreabrí la puerta y le dije: ¿Te apetece una taza de té calentito, cariño? No puedo dormir. Estaba inclinado sobre la cómoda, y cerró un cajón de golpe y se volvió y me gritó: ¡Fuera! ¡Fuera de aquí! ¡Estoy más que harto de que no dejes de espiarme!, me gritó. Me fui a mi cuarto y lloré hasta quedarme dormida. Aquella noche me destrozó el corazón.
A la mañana siguiente, antes de que pudiera verle, ya se había ido. Pero a mí me pareció bien. En adelante lo trataría como a un huésped, a menos que decidiera cambiar de actitud. Ya no podía soportarlo más. Tendría que disculparse si quería que fuéramos algo más que extraños que viven bajo el mismo techo.
Cuando llegué aquella noche, me tenía preparada la cena. ¿Cómo estás?, me dijo. Me ayudó a quitarme el abrigo. ¿Qué tal te ha ido el día?
Le dije: Anoche no pude dormir, cariño. Me prometí a mí misma no sacar a relucir el asunto, y no intento hacer que te sientas culpable, pero no estoy acostumbrada a que me hable así mi propio hijo.
Quiero enseñarte algo, dijo, y me enseñó el trabajo que estaba escribiendo para la clase de educación cívica. Creo que trataba sobre las relaciones entre el Congreso y el Tribunal Supremo. (¡Era el trabajo con el que ganaría un premio al graduarse!). Traté de leerlo, y entonces me dije: éste es el momento. Cariño, me gustaría tener una charla contigo. Es duro educar a un hijo estando como están las cosas hoy día, y más duro aún para nosotros, sin un padre en la casa, sin un hombre a quien acudir cuando lo necesitamos. Eres ya casi un hombre pero yo aún soy la responsable, y creo que me merezco algún respeto y consideración, y he intentado ser sincera y justa contigo. Quiero la verdad, eso es todo. Nunca te he pedido más que eso: la verdad. Cariño, dije tomando aliento, supon que tuvieras un hijo y que cuando le preguntaras algo, cualquier cosa, dónde ha estado o adonde va, en qué emplea su tiempo, cualquiera de esas cosas, nunca jamás te dijera la verdad. Un hijo que, si le preguntaras si llueve, respondiera que no, que hace un tiempo estupendo y soleado, supongo que riéndose para sus adentros y creyéndote demasiado estúpido o demasiado viejo para notar que sus ropas están empapadas. ¿Qué necesidad tiene de mentirme?, te preguntarías. ¿Qué es lo que gana?, te dirías, sin entenderlo. No hago más que preguntarme por qué, pero no encuentro respuesta. ¿Por qué, cariño?
No me contestó, se quedó con la mirada fija, y luego se acercó y se puso a mi lado y me dijo: Lo vas a ver. Arrodíllate, para empezar; ponte de rodillas, te lo ordeno, dijo. Ahí tienes la razón, ¿me oyes?
Corrí a mi cuarto y cerré con pestillo la puerta. Aquella noche se marchó de casa. Cogió sus cosas, las que le pareció, y se fue de casa. Lo crea o no, fue la última vez que le vi. Cuando se graduó yo también estaba, pero en medio de mucha gente. Me senté entre los asistentes y vi cómo recogía su diploma, y el premio por ese trabajo, y le oí pronunciar el discurso y le aplaudí junto con el resto de los padres.
Y luego me fui a casa.
Jamás le he vuelto a ver. Oh, sí, claro que lo he visto en la televisión y en las fotos de los periódicos.
Me enteré de que se había enrolado en los marines, y luego le oí decir a alguien que se había salido de los marines y había vuelto a la universidad, al Este, y que se casó con esa chica y que se metió en política. Empecé a ver su nombre en los periódicos. Averigüé dónde vivía y le escribí, le escribí una carta cada tantos meses, pero nunca me contestó. Se presentó a gobernador y resultó elegido. Y se hizo famoso. Entonces fue cuando empecé a preocuparme.
Me entraron todos estos miedos, me asusté, dejé de escribirle, naturalmente, y luego confié en que pensara que me había muerto. Me mudé aquí. Hice que me dieran un número de teléfono que no saliera en la guía. Y al final me he tenido que cambiar de nombre. Si uno es poderoso y quiere encontrar a alguien, acaba encontrándolo. No tiene que ser difícil.
Debería sentirme orgullosa, pero tengo miedo. La semana pasada vi un coche en la calle, y dentro había un hombre que yo sabía que me estaba mirando. Me metí en seguida en casa y cerré la puerta con llave. Hace unos días el teléfono se puso a sonar y a sonar. Yo estaba echada. Levanté el auricular, pero nadie dijo una palabra.
Soy vieja. Soy su madre. Debería sentirme la más orgullosa de las madres del país, pero lo único que siento es miedo.
Gracias por escribirme. Necesitaba que alguien supiera todo esto. Estoy muy avergonzada.
También quería preguntarle cómo ha conseguido mi nombre y dirección. He rezado mucho para que nadie se enterara. Pero usted lo ha averiguado. ¿Por qué lo ha hecho? Por favor, dígame por qué.
Le saluda atentamente.
La foto es de libertaddigital.com