Es el mismo soldado del otro día. Estoy seguro. Mismo uniforme, misma gorra gigante, idéntica cara de mala hostia. Al fondo oigo unos patos que graznan. Quizás sean los mismos de la semana pasada. Acabo de atravesar un túnel hecho de alambrada y la gente que veo a mi alrededor son refugiados de guerra que regresan para visitar a (lo que queda) de sus familias. He dejado atrás la tenebrosa franja de terreno que controlan los cascos azules de Naciones Unidas y sirve para dar entrada a Abjasia, un territorio desgajado de Georgia como resultado de una devastadora guerra civil en los pasados años noventa.

Es la segunda vez que intento acceder, después de que me dieran portazo por cometer un error al rellenar el impreso de entrada al país (que sólo está disponible en dos idiomas: ruso y abjasio). Estoy aterrado y no entiendo qué demonios hago aquí ni qué me mueve a viajar a un territorio ignoto, donde no dispondré de cobertura diplomática, las mafias campan a sus anchas y, según me han advertido, nadie se mueve sin un revólver al cinto. ¿Francotiradores? No lo descarto. Vale que me divierta conocer lugares poco frecuentados, pero esto es demasiado… Quizás sea mejor dar marcha atrás e irme por donde he venido. Titubeo.

«Idti vpered (adelante, en ruso)», comunica el oficial de la garita mientras señala con la mirada el camino que he de seguir, el que marca la ruta al pequeño pueblo fronterizo de Gali. Un señor pasa a mi lado guiando un carromato tirado por un escuálido caballo. Nadie habla, todos los presentes tienen una mirada ausente. Veo una cola de personas que aguardan para abordar una desvencijada marshrutka (furgoneta de transporte comunitario) que parece a punto de partir.

Menos mal que he cambiado dinero en rublos, porque aquí no hay manera de conseguir efectivo. Abjasia es un territorio militarizado y aislado, únicamente reconocido por Rusia, Nicaragua, Venezuela, el diminuto Estado micronesio de Nauru y los otros territorios declarados independientes en los últimos años bajo el paraguas del Kremlin; a saber: Osetia del sur, Nagorno Karabaj y Transnistria. Imagino que Crimea estará al caer. Vuelvo a preguntarme si merece la pena visitar Nuevo Athos, un extraño complejo monástico que me he descubierto en un libro que ha caído en mis manos y que me ha animado a jugarme el tipo en este apartado rincón del Cáucaso. Tengo el cuerpo en tensión, temo ser asaltado o golpeado en cualquier momento, que empiecen a silbar las balas, que oiga una detonación.

Sin embargo, todo lo que encuentro es un puñado de tipos temerosos hasta de su propia sombra, cohibidos, con escasas piezas dentales y aspecto de andar incubando alguna enfermedad. El tráfico en la carretera es casi nulo. Mi transporte prosigue camino hasta Sujumi, la capital del país. Estamos en primavera y el campo rebosa fragancia y colorido. Diviso construcciones en ruinas gobernadas por la maleza que ha crecido en los últimos veinte años, después de la guerra. Ahí a la derecha queda la salida que da a Babushara, donde se encontraba el aeropuerto de la región. En la actualidad es un campo de maíz que acumula montones de chatarra provenientes de antiguos aviones Túpolev 145, 134 y un Yakolev 40.  Comienzo a hacer paisaje, pero no me sacudo la nerviosera, tampoco el miedo. Mi teléfono móvil hace rato que no agarra señal.

Transcurre una media hora más. Sujumi se presenta inopinadamente con un aspecto, y un calor húmedo, muy exóticos: avenidas arboladas, un precioso malecón que da al Mar Negro por el que pasean familias, se está jugando un partido de fútbol en aquel recinto, el mobiliario urbano me agrada, las calles se encuentran relucientes y no percibo la agresividad del Salvaje Este de la que tanto me habían alertado en Tiflis. El canto de los pájaros suena más presente que el ruido de los vehículos a motor. Incluso me permito algún que otro saludo a los viandantes, que me responden amablemente. Dicen que la guerra es eso que te enseña Geografía mientras la destruye. Aquí percibo una civilización todavía en pie, que vuelve a latir. Respiro profundamente y me dispongo a disfrutar la experiencia de visitar un país que formalmente no existe. Estoy de un humor excelente.

Contrato una habitación en un económico hotel ubicado en un edificio victoriano y me subo a un autobús que va al Oeste, a la imponente playa de Tsitrusovani, desde donde camino hasta Nuevo Athos, una réplica de los monasterios ubicados en Grecia que no permiten la entrada de ningún ser vivo que sea femenino. Sí, han leído bien. Tras un agradable paseo queda ante mí un edificio de formas rotundamente rusas. Me presento ante un barbudo pope, Padre David se llama, al que le solicito que me cuente la historia del lugar. La conversación se prolonga durante más de dos horas, en las que aprendo mucho sobre lo que significa la vida en tiempos bélicos, cómo sobrevive la religión en un sistema comunista, quiénes fueron realmente los hunos y por qué Abjasia es conocida como «el país de las almas». Guardaré en mi memoria el recuerdo de esta charla como un tesoro que me reconcilia con la parte más noble del ser humano. Mi pánico se ha esfumado.

 

Decido quedarme un par de días, quizás más, en Sujumi para degustar la cerveza local, observar los restos de lo que fueron campos de batallas, flirtear con alguna bella dama… y estudiar el mercado inmobiliario local. Los apartamentos son realmente baratos, ¿quizás sería una gran idea invertir en esta esquina desconocida por los mapas y el todopoderoso Google? Lo medito mientras levanto mi copa y brindo por haber apostado por este gran viaje sostenible. Tan sostenible que me ha sostenido con vida.

¿Acaso es tiempo malgastado el empleado en vagar por el mundo?

 

Foto: zona de nadie entre Georgia y Abjasia

Relato de no ficción para concurso zendalibros.com