Hace un par de días me encontré con un amigo por la calle. Media mañana, no se puede decir que la acera estuviera abarrotada. Cierto calor. Mi amigo iba muy cargado y casi no lo reconocí por llevar la mascarilla cubriendo toda su nariz. Su color de piel era bastante pálido, las barbas asomaban a ambos perfiles. Él es sólo un poco mayor que yo. Nos saludamos efusivamente.
No me resistí y le pregunté por qué llevaba la mascarilla en un lugar descubierto. «Es que yo soy un tío serio», me contestó. La respuesta me sonó descojonante, ya que este amigo ha presumido toda la vida de poseer una especial habilidad en ‘confeccionar’ facturas (para luego cobrarlas, claro). Le pregunté qué tenía que ver la seriedad con respirar dióxido de carbono, y más él, que ya se ha puesto todas las dosis de vacunación disponibles. «Bueno, en realidad es que en un rato tengo que ir a un lugar, así ya me aseguro de que no se me olvida llevar la mascarilla puesta…». Sorprendido, sin ganas de tocar los cojones, le volví a cuestionar si no creía que, con total seguridad, alguien le demandaría que se ponga la dichosa mascarilla en cuanto entrase a un lugar cerrado. «Bueno, sí, pero así no se me olvida seguro».
Mi último turno antes de charlar de la vida y ponernos al día fue un poco más impertinente: «Imagino que llevarás también las gafas de nadar puestas al salir de tu casa cuando vas a la piscina… para que no se te olviden, claro». Me mandó al carajo. Lo arreglamos con un abrazo. No me atreví a preguntarle cómo vive con tanto miedo; él, que siempre había presumido de que se pasaba las normas por donde dijimos.

Ah, la seriedad.

 

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