Uno que acaba en prisión, y no en una cualquiera
Terminamos el papeleo y el señor Guerra hace acopio de todos los ejemplares conflictivos. Al parecer, disponemos de un plazo legal para ir no sé adónde, al quinto pino supongo, donde podremos presentar alegaciones con la esperanza de recuperarlos.
—Pueden pasar por nuestra oficina dentro de una hora. Queda junto al pabellón H de la Feria. Allí se les informará de todos los detalles.
El clásico barniz de legalidad que no aporta nada. Las escuderas de Guerra abren una mochila de la que extraen una cinta con papel de embalar donde puede leerse Aduana Customs Cuba. En cosa de unos pocos segundos nos precintan el puesto.
—Cuando vengan a vernos le explicaremos el procedimiento y lo que pueden o no hacer.
Se marchan y nos quedamos solos Federico, Alberto, Reynaldo y yo. Estamos todos descompuestos. Fede rompe el silencio. Habla en susurros. Todos lo imitamos.
—Creo que me he cagado encima. ¿Viste que traían las pistolas desenfundadas del cinto? Mira que te dije que había policía de incógnito y que te advertí de que mirases muy bien qué libros traíamos. Esta gente no juega con estas cosas. Seguro que piensan que somos espías, agentes pagados por la Contrarrevolución, o por el coño de su madre. A ver ahora qué diantres hacemos. ¡Yo me regreso para España en el primer avión y que le den por saco a todo esto!
—No seas paranoico. Tenemos que hablar con la responsable de la Agencia EFE en la isla para ponerla al tanto, y así nos cubrimos.
—Esto, yo les rogaría que no hicieran eso —interrumpe Alberto—. Si lo hacen y montan un escándalo mediático, yo voy a quedar en situación de fragilidad. Ustedes son españoles y es más difícil que los apresen, pero yo soy de acá. En un instante me despiden del trabajo y me hacen la vida imposible. Ya saben a lo que me refiero… Les suplico que intenten arreglar todo esto de forma privada, sin armar revuelo. Piensen que casi ningún escritor va a querer publicar con un sello peleado con el Gobierno. Resultaría demasiado arriesgado.
—Pero eso no es posible. Mira que se han presentado aquí los militares a plena luz del día y que han pasado por la galería un montón de curiosos que se han dado cuenta de lo que pasaba. Seguro que ya lo sabe todo el mundo.
—No, no. No creo que la gente vaya con el chisme, porque esa información es candela. Yo les pido por favor que no armen escandalera con todo esto.
En este determinado momento doy con los ejemplares restantes del dichoso ensayo sobre los raperos. Me siento como un camello con heroína escondida en un compartimento secreto de mi equipaje justo antes de someterme a un control aduanero. Hay que deshacerse de estos libros, y hay que hacerlo de forma inmediata. Si avisamos a los militares cubanos de su existencia, quizás nos acusen de haberles mentido antes, en relación a la cantidad de obras conflictivas. Pero aquí no se pueden quedar, es material tóxico. ¿Qué hacemos?
—Reynaldo, rápido. Agarra tu mochila, mete esos libros y márchate de la Feria. En cuanto salgas, los destruyes. Los tiras a la basura, los quemas, los rompes… Lo que quieras, pero los desapareces y ya. Tenerlos con nosotros es un foco de problemas.
Durante una milésima de segundo pienso que esto que acabo de escuchar, lo ha propuesto Alberto, no es muy buena idea, pero lo cierto es que no reacciono. No lo hace nadie, así que el pobre Reynaldo, sin encomendarse a Dios ni al diablo, coge los libros, los empaca, se calza su chamarreta y se marcha sin dilación. Su cajita de pollo con arroz se queda en una esquina. Imagino que la comida ya debe de estar muy fría. Los responsables de los otros puestos vecinos, incluidos los de Inversiones Camilito, no parecen nada risueños y comienzan a marcar distancias con nosotros. En la lejanía nos ponen caras y expresiones que podrían interpretarse como solidarias, pero guardan un escrupuloso silencio para no quedar contaminados por los que hemos sido precintados. Me siento un apestado.
Observo que Alberto transmite incomodidad. Parece como que coge aire, medita lo que desea comunicar y finalmente abre el pico.
—¿Vieron ustedes el anillo que llevaba el oficial en su mano izquierda?
Respondemos que no sabemos de qué nos habla.
—Es un anillo con un símbolo masón. Lo he reconocido porque yo he estudiado Religión en la Universidad de La Habana. En Cuba no es una licenciatura como tal, pero el temario que se cursa es muy profundo y da para entender mucho… Bueno, eso no es importante ahora. Lo que pretendo explicarles es que me he comunicado con el militar mediante simbología masónica y le he pedido vernos en privado dentro de unos minutos para tratar de arreglar amistosamente todo este embrollo. Me ha parecido que había algo en él que lo hacía una persona confiable. ¿Me dan chance para que vaya a intentarlo?
Fede y yo estamos con la boca abierta.
—Sí, claro, Alberto, ve a hablar con él. Por favor, ten mucho cuidado, no comentes nada comprometido. Sólo di la verdad: que somos unos editores españoles que venimos a hacer negocio, no a formar líos. Que no piense que esto de los libros polémicos era un plan premeditado. Prométenos que serás muy prudente.
—Pierdan cuidado, lo seré.
Dada esta instrucción, se marcha a paso ligero. Pienso que Alberto es un tipo despierto y bien intencionado, siempre me ha transmitido buenas vibraciones. Mientras tanto, Federico se retuerce de dolor: al parecer, está sufriendo otra fulminante descomposición de vientre. Posiblemente somatice la tensión.
—Dame unos minutos, que no puedo más o me lo hago aquí mismo. Sabía que algo así nos podría pasar… ¡Cojones con la literatura cubana! Estoy convencido de que nos llevan espiando hace meses.
Pienso para mis adentros que quizás sería una buena idea ir a ver a la directora de la Feria, a fin de que se entere por nosotros de todo lo sucedido. El año pasado fue muy amable conmigo, cuando traje unos pocos títulos y nuestro proyecto editorial todavía era muy pequeño. Quizás pueda intermediar ante los militares. Medito la idea y la aparco.
Aguardo unos minutos sentado en un bordillo a que mi socio vacíe sus intestinos y suplico un cigarrillo a cualquier visitante de la Feria que se pone a tiro.
—Hermano, yo le presto un tabaco, pero mire bien que se trata de uno de marca Popular. No sé si usted está preparado para meterse un material así entre pecho y espalda…
Enciendo el cigarro y tardo un par de segundos en sentir que mi esfínter se dilata y exige de inmediato un retrete para evacuar. La advertencia no era baladí. Marcho corriendo donde Fede cuando suena mi celular… Es Alberto con pésimas noticias.
Uno que acaba en prisión, y no en una cualquiera
—Oigan, esto es serio, pura candela. Los de la Seguridad del Estado han apresado a Reynaldo cuando salía del recinto con los libros polémicos del demonio. No me han querido decir dónde lo han llevado, pero me temo lo peor. Yo estaba hablando con el oficial Guerra para tratar de destensar este enredo, cuando el tipo ha recibido una comunicación fulminante con lo de Reynaldo. Pueden dar por imposible cualquier posibilidad de arreglo amigable… Y encima tenemos a Reynaldo retenido por los militares. ¡Vayan rápido al puesto de Guayabera, tenemos que hablar para ver qué hacemos ahora!
El susto por la nueva complicación me paraliza el aparato digestivo. Doy un grito de aviso a Fede, le comunico que acabe con urgencia y vaya a nuestro puesto echando leches.
Hago en este momento un alto en la narración para incorporar al conocimiento del estimado lector la misiva que el oficial aduanero Guerra —de nombre Gualberto— dejará en mano esta misma tarde en el buzón secreto de la Gran Logia de Cuba de Antiguos, Libres y Aceptados Masones —todos hombres, por supuesto—, a la que debe obediencia, para informar de su encuentro privado con Alberto. Esta carta obra en mi poder gracias a un antiguo camarada de la Stasi exiliado en Cuba, cuyo nombre real prefiero no mencionar.
Deseo recordar que la masonería, organización masculina por antonomasia, ha desarrollado un papel esencial en el desmantelamiento de diversos regímenes cercanos a la Unión Soviética, como por ejemplo es el caso de mi añorada República Democrática Alemana, un país mucho más próspero e igualitario de lo que nos ha vendido la perversa propaganda occidental.
A la atención del Gabinete del Gran Maestro Ernesto Zamora Fernández y a don Eduardo León Jardines, responsable de la Comisión de Jurisprudencia y Asuntos Generales.
En la tarde de hoy, 10 de febrero de 2016, he mantenido una reunión privada con Alberto Hortensio Ortego Basag
No he dado respuesta alguna ante mi desconocimiento sobre la naturaleza real del proyecto de Editorial Guayabera. Aparentemente se trata únicamente de una intención comercial al apostar por armar el mayor y más representativo catálogo de autores cubanos contemporáneos, pero eso incluye contar con obras consideradas subversivas por el Gobierno del país, lo que ha sido el motivo de la fricción que ha desembocado en el acta de decomiso y precinto del puesto expositor de la editorial en la Feria del Libro de La Habana. Ignoro si detrás de esta aparentemente loable intención se esconden intereses yanquis o de alguna otra potencia extranjera con deseos de injerencia en Cuba.
Durante mi encuentro con Alberto he tenido conocimiento de la detención de otro ciudadano cubano, su nombre es Reynaldo Martín Cruz Casellas, por parte de compañeros militares, bajo el cargo de portar furtivamente ejemplares de libros subversivos publicados por la citada Editorial Guayabera. En ese momento he interrumpido mi conversación con Alberto y le he comunicado que no tengo capacidad de acción.
Pongo estos hechos en conocimiento de nuestra Logia para que estudie la posibilidad de actuar en consecuencia. Sé que nuestra actual política es la de no confrontar con el Gobierno Militar, pero también recuerdo que todos hemos jurado preservar el principio sagrado de la libertad de expresión individual del ser humano.
Sólo quiero añadir que los españoles de Editorial Guayabera utilizan una mesa de Palo Monte para exponer sus obras. Desconozco si es producto de una elección casual o si existe una conexión de ellos con esa religión tan proclive a prácticas poco ortodoxas.
En respeto y custodia del compás y la escuadra, quedo a la espera de sus siempre oportunas instrucciones.
Firmado: G.G.
En un par de minutos nos plantamos en la puerta del retén del Ejército que se ubica a la entrada de La Cabaña. Delante de mí, una pareja de militares de mediana edad. Más gordos que fuertes, no tienen aspecto de atletas. Diría que son dos hombrecillos obligados a ejercer de duros. Trato de mudar mi voz temblorosa en una tonada convincente, plena de facundia. No resta mucho para anochecer.
—Buenas tardes, oficiales. Somos los responsables del puesto C1 de la Feria. Somos editores españoles. Debido a un inconveniente por un trámite aduanero, sus compañeros nos han comunicado que nuestro puesto queda precintado hasta nuevo aviso. No tenemos problemas con eso, porque nuestro deseo es cumplir la legalidad imperante. Sin embargo, hemos sido informados de que el chico cubano que habíamos fichado para que atendiera nuestro puesto ha sido detenido por ustedes. No sabemos si esto es así y, en tal caso, de qué se le acusa. Hemos venido a notificar oficialmente que Reynaldo, así se llama el muchacho, no ha hecho absolutamente nada por decisión suya propia, sino que está a nuestras órdenes. Así que, si lo tienen retenido, agradeceríamos que lo dejasen salir y que nos comuniquen cuál es el problema para que lo podamos solucionar. Venimos a ponernos a disposición de lo que ustedes nos indiquen para arreglar todo este malentendido de la mejor manera posible. Les aseguramos que no deseamos ningún tipo de problemas.
—Perdón, dice usted que viene del puesto C1, ¿no es cierto?
—Correcto.
El tipo me ordena que no nos movamos y se reúne en comandita con el resto de sus colegas, cuatro en total. Uno de ellos enciende su wallkie y comenta algo que no alcanzo a entender. Se está haciendo de noche y tampoco la luz es suficiente para leer en sus labios. Miro a Fede. Si antes estaba pálido, ahora luce espectral. Casi diría que su expresión denota culpabilidad, como si fuera un espía de segunda fila que se descompone a la primera contrariedad que le surge.
—Miren, el ciudadano cubano por el que preguntan se encuentra a la espera de ser interrogado por la autoridad competente. Pueden ustedes estar tranquilos de que en Cuba se cumple siempre la legalidad. Si no han hecho nada malo, no tienen nada que temer.
—¿Podemos ver a Reynaldo? Vuelvo a repetirle que él se ha limitado únicamente a cumplir nuestras órdenes, así que nada tiene que decirles. Por no saber, no sabe ni qué libros hemos traído de España para exponer en la Feria. Es un mero vendedor, pueden creerme.
—Lo siento, no pueden verlo. Su familia ya ha sido informada de todo. Ahora necesito ver el pasaporte de ustedes.
—Ya lo hemos enseñado a sus compañeros, pero no tenemos inconveniente en colaborar.