Una frontera... ¿se defiende?
El cabo Rafael me facilita su correo electrónico personal por si requiero alguna información extra (detallazo) y se sirve a acompañarme a la cercana parada de autobús ubicada en la puerta del Mercado Municipal, donde tomo el número siete en dirección a la frontera de El Tarajal. He leído que en el mundo no hay otro paso fronterizo con mayor desproporción de PIB a ambos lados de la raya, lo que indiscutiblemente debe de significar tensión. Antes de acudir a comprobarlo, he telefoneado a un amigo con el que estudié Secundaria y que ahora mismo trabaja como guardia civil, en muchas ocasiones enviado a custodiar esta famosa valla que separa España de Marruecos. Ya se sabe que desde el calor de la barra de un bar de, pongamos por ejemplo, el barrio de Malasaña en Madrid, resulta bien fácil ejercer de buenista y soltar el discurso de «habría que tratar con derechos humanos a los inmigrantes que intentan saltar; nada de agresiones ni de violencia». Obviamente, tales palabras suenan genial a todos los oídos, pero ¿es posible defender una frontera con palabras y sin ejercer la fuerza física?
Mi amigo picoleto (omito su nombre) tiene la respuesta: «Es una injusticia absoluta que se nos señale como si nos excediéramos en el uso de la fuerza. Nosotros sólo cumplimos órdenes y además resulta que la ley española es ambigua en extremo y su aplicación depende de lo que nos diga el responsable que tengamos al mando en cada momento. Así como lo oyes. La madre del cordero son las devoluciones en caliente: ¿la última frontera española es la propia valla o sirve como tal una línea de agentes que colocamos después? Pues, insisto, depende de lo que nos diga cada jefe en cada momento: a veces se entiende que es una cosa y a veces otra. Y luego las críticas son para nosotros…». Pues, ¿qué quieren que les diga? Tiene toda la razón.
La Disposición Adicional Décima del Régimen Especial de Ceuta y Melilla para la Ley Orgánica 4/2000 de once de enero sobre derechos y libertades de los extranjeros en España y su integración social señala lo siguiente: «Los extranjeros que sean detectados en la línea fronteriza de la demarcación territorial de Ceuta y Melilla mientras intentan superar los elementos de contención fronterizos para cruzar irregularmente podrán ser rechazados a fin de impedir su entrada ilegal en España. En todo caso, el rechazo se realizará respetando la normativa internacional de derechos humanos y de protección internacional de la que España es parte…». Se ve que la normativa es bastante humo; no aclara cómo se puede concordar el rechazo a la entrada de ilegales con el respeto a los derechos humanos. Simplemente no es posible, igual que no lo es echar con buenas palabras a un okupa que se ha apropiado de tu casa. Aquí sólo hay dos opciones: anular la frontera y que pase todo el que quiera o defenderla con la fuerza. No hay más. Es lícito apostar por la primera vía, al estilo de John Lenon, pero el que lo haga debe tener claro que cuando esté ordenando una cerveza en su bar favorito de Malasaña, de regreso a casa se encontrará con cientos, miles de subsaharianos que han llegado con una mano delante y otra detrás a buscar prosperidad y que necesitan comer, atención médica, ropa, un techo… Si el cervecero malasañés está dispuesto a sacrificar su entorno de seguridad y confort burgués occidental para ser coherente con su defensa de los derechos humanos en las fronteras, no habrá problema alguno. Pero, ay, es muy fácil hablar, sentirse moralmente superior con la conciencia limpia mientras se critica a los guardias civiles, pero es menos fácil compartir los propios recursos (y la vivienda) con aquéllos con los que dices solidarizarte. Acordemos que el mundo está montado pésimamente y que el reparto de los recursos es una atrocidad, pero moralinas baratas no, gracias. Seamos un poco más maduros.
El guardia civil sentencia la cruda realidad: «A ver, un chico que llega a la valla después de recorrer cientos, miles de kilómetros jugándose la vida, no se va a dar media vuelta porque le digamos (en su idioma) con un megáfono que no puede saltarla sin permiso. Lo que en realidad pasa es que nos tiran piedras y de todo, algunos incluso se lanzan desde varios metros de altura para tratar de romperse un hueso y que nos veamos obligados a prestarle ayuda humanitaria para que por tanto ya se quede en territorio nacional… Tal es el grado de desesperación de la gran mayoría. Aparte está el asunto de las mafias que controlan el tráfico de personas, porque no hay que olvidar que todo esto es un gran negocio para muchos indeseables».
Pienso en todo esto sin alcanzar una conclusión satisfactoria mientras merodeo en las inmediaciones del paso fronterizo y atiendo a las mulas (señoras) que cargan en sus espaldas ingentes cantidades de bártulos para comercializar. Principalmente distingo productos de limpieza y cosmética, además de alimentos para bebé y algunas otras fruslerías. Es evidente que nadie lleva tanta impedimenta para consumo propio, pero la estampa se ha convertido en algo de comunión diaria y los guardias, a uno y otro lado de la raya, hacen la vista gorda. También proliferan los cambistas. Afortunadamente para mí, cuento en mi cartera con algunos dírhams provenientes de mi última estancia en Marruecos y puedo seguir adelante sin hacer parada técnica. La oficina magrebí está abierta, diría que no hay nadie atento en este momento, así que paso caminando hasta la otra parte. Absolutamente ningún problema. Me aguarda una manifestación de taxistas en busca de clientes en lo que no parece una cola organizada, sino la ley del más avispado. Agradezco a todos los que me abordan proponiendo un viaje a Tetuán, pero mis planes son otros.
Paseo por la carretera en dirección a la vecina población de Fnideq (significa pequeño hotel); son sólo unos pocos kilómetros y el día está muy agradable. A mitad de camino echo la vista atrás y diviso Ceuta en la lejanía para tratar de entender cuál es la visión que los inmigrantes subsaharianos, esos valientes que recorren media África sin más ayuda que su ingenio e instinto de supervivencia, tienen cuando creen que han llegado a su ansiada meta: la sobrevalorada Europa, cuya puerta de entrada responde en árabe por el nombre de Sebta, que a su vez proviene del término sábado, en relación a los famosos mercados que ese día de la semana eran tan habituales.
No hago gran cosa en Fnideq (Castillejos en español): tan sólo camino por el zoco, me regalo un par de zumos de naranja de un puesto callejero (ah, qué gran déficit tiene España con la escasez de establecimientos que vendan jugos de frutas naturales) y leo el periódico (lo intuyo, porque está en árabe) frente a la mezquita azul y blanca que da al mar. En las inmediaciones se han levantado recientemente algunos complejos turísticos y residenciales de primer orden donde no falta un detalle, incluidas zonas de césped perfectamente afeitado y puntualmente regado. El rey Mohammed VI ha dispuesto vestir la entrada a su país desde Ceuta para que la apariencia resulte la mejor y así se mantenga alta la moral de su pueblo. La estética siempre ha sido el primer paso para el convencimiento de las propias posibilidades, o eso debe pensar el monarca.
Cubro también a pie el camino de regreso a Ceuta. Cuando estoy guardando cola para entregar mi pasaporte, se produce una pelea a puñetazo limpio a pocos metros de donde me ubico. La gendarmería marroquí no interviene, a pesar de que cruzo la mirada con uno de sus elementos y le indico que atienda a su izquierda para advertir la que se está montando. El guardia se hace el sueco y se comporta como si nada relevante sucediera a su alrededor. ¿Y si fuera una cuestión relativa al tráfico de drogas? Parece que cualquier altercado que no suceda escrupulosamente dentro del recinto aduanero no es de su incumbencia.
Detrás de los montes que nos escoltan casi hasta la orilla del mar se encuentran algunos de los campamentos de africanos que aguardan una buena ocasión para intentar el asalto de la valla. Sabido es que el Gobierno marroquí utiliza esta dichosa frontera como elemento de presión y negociación con la Unión Europea. ¿Que estamos en desacuerdo con la política pesquera o cualquier otra circunstancia clave para Marruecos? Pues nada, relajamos la custodia de la valla y que España (y sus complejos a la hora de preservar su territorio) se avíe como pueda y quiera con lo que se le viene encima. Y ya se sabe que un problema migratorio español se contagia al resto de sus socios europeos de inmediato por la ausencia de controles internos entre ellos. Así que la actitud de Rabat, como también la de Turquía en el otro extremo continental en relación a los refugiados sirios, es el elemento catalizador indispensable para entender este complejo cóctel. Tenga usted a Marruecos disgustado con Europa por alguna cuestión y ver trifulcas en las vallas de Ceuta y Melilla son todo uno.
Con el cuerpo algo cortado por la golpiza que acabo de presenciar, apuro mis trámites burocráticos y vuelvo a pisar suelo español, donde se ha formado un atasco tan importante por tanto vehículo que aguarda su turno para cruzar que desisto de esperar el autobús. Total, andar algunos kilómetros más no es el fin del mundo (aunque voy cargando con mi equipaje) y me apetece observar a golpe de zancada cómo se produce el cambio de escenario entre dos mundos hermanos y distantes al mismo tiempo. En cuestión de un suspiro he pasado de asomarme a la playa y distinguir un par de pescadores y alguna que otra familia con sus elementos femeninos (que superen en edad la pubertad) tapados de tobillos a cabeza a distraer mi mirada con chicas embutidas en los mejores bikinis del mercado que andan ligando bronce en hamacas que pertenecen a bares donde se ofrecen cervezas y copas a tutiplén.
Fatigado por el sol, vuelvo a apostar para almorzar por el mismo bar de anoche. Cinco estupendas tapas de pescado, tres cervezas y un café con leche: todo, diez euros. Echo un vistazo al periódico del día, El Pueblo de Ceuta en esta ocasión: «Detenidos dos pilotos que intentaban introducir a dos marroquíes con motos de agua». Nada nuevo bajo el sol. Para bajar la comida, antes de tomar el barco de regreso a Algeciras, un paseo hasta los pies del monumento al alzamiento de 1936, un mamotreto que otea la ciudad desde lo alto y que resiste entre jaramagos el ímpetu de aquéllos que creen que la Historia se esfuma por retirar algunos monolitos o estatuas ecuestres. Ceuta es excepcional incluso en este sentido: nadie aquí parece alarmado o insultado por estas cuatro piedras ni lo considera una incitación a otra asonada. Según veo, el puritanismo terminológico cobra otro sentido en África.
Atracamos cuando el sol ya ha dicho adiós. Tomo un bus comarcal hasta La Línea, donde voy a pasar la noche en un modestísimo albergue. Me pongo en guardia después de saber que tres mil vecinos de los 63.000 que viven en el pueblo están a sueldo (son sicarios) de los cárteles que controlan el tráfico de estupefacientes: con apenas diecinueve kilómetros cuadrados, esta localidad se ha convertido en la puerta de entrada de la droga a España y Europa. Sólo en 2017 se incautaron 145.000 kilogramos de hachís, lo que supone el ochenta por ciento de las aprehensiones en territorio nacional. Las organizaciones delictivas que controlan la cosa se han profesionalizado y funcionan como si se tratasen de las bandas colombianas que liderase el mismísimo Pablo Escobar. El problema es muy serio. Hace poco, unos miembros del cartel de Los Castañitas asaltaron un hospital en La Línea para liberar a uno de sus narcos, que había sido detenido poco antes tras una persecución policial. La sensación de impunidad de estos peligrosos delincuentes es alarmante. Lo único que acierta a comentar al respecto el encargado del hostal donde voy a pernoctar es: «La situación está fuera de control. Cierra bien la puerta al salir, por favor». Callo y me marcho.
Decido tener los ojos bien abiertos y me dispongo a cenar algo. El camarero de la tasca intenta timarme conscientemente con la vuelta (diez euros), algo que desprecio profundamente. Por supuesto, le recrimino en su cara su lamentable actitud. Intenta compensarlo invitándome a un cigarro. No cuela. Me acuesto con este pequeño disgusto, pero a la mañana siguiente está más que olvidado.