Un bebé para pactar con el diablo

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Hoy he quedado con Alexis para ir juntos hasta La Unión, desde donde pienso tomar una lancha para explorar la Isla de Meanguera, perla salvadoreña ubicada en el Golfo de Fonseca, cuyas aguas comparte con Honduras y Nicaragua. “No conozco el lugar y quisiera ir a visitar con vos”, me confesó anoche mi tabernero de cabecera. Dicho y hecho. Su esposa se excusa y nos marchamos solos. Atravesamos una pista sin asfaltar que cruza una colonia de chabolas de hojalata. Conocida como Los Ranchos, hasta hace un par de años no llegaba el agua potable. Ahora al menos hay un surtidor a unos pocos cientos de metros. “Lo ha hecho el alcalde, es muy buen político”, asegura Alexis con un marcado punto de candor en su aserto. Por el camino me cuenta que la carretera que recorremos le trae a la memoria imágenes tristemente imborrables. “Cuando yo tenía trece, catorce años, me acuerdo de ver cabezas de gente colgadas en estos postes, pedazos de cuerpo acá y allá, disparos cada día… Se desconoce si lo hacía la guerrilla o el Ejército. Nadie lo sabía. Por tanta muerte todo el mundo comenzó a emigrar. Todo era violencia. Piensa que la antigua Guardia Nacional se acercaba a cualquiera, aunque no estuviera haciendo nada malo, y te golpeaba con la culata del rifle, te pegaba y te detenía así sin más. La guerrilla exigió que desapareciera o nunca cesarían los combates. Tras años horribles, el Gobierno accedió, así que lo que tenemos ahora es la Policía Nacional Civil, la misma que vimos ayer en los billares cuando el partido de fútbol. Si llega a haber pasado años atrás, habríamos salido corriendo porque seguro nos iban a detener”. Alexis prosigue con su relato: “Mira a tu izquierda, este edificio es el del Destacamento Militar DM3. Desde esos puntos que ves se disparaba a los que consideraban enemigos. Esto estaba imposible, por eso me fui”. Pienso que no son pocos los que en esta tierra saben en sus carnes el precio en sangre de vivir en libertad. Quizás por ello lo aprecian mucho más, no como sucede en la adormecida sociedad de Europa Occidental, donde la mayoría cree que tiene derecho a todo y cero deberes.

En La Unión nos informamos sobre los transportes: no hay lanchas que vayan y regresen en el día salvo que se cierre una privada, lo que sale por un ojo de la cara. Alexis no tenía previsto pernoctar fuera de casa, “mi mujer no lo consentiría…”, así que dimite y nos despedimos. Yo concierto un pasaje con Faustino, un nicaragüense afincado en Meanguera que ha venido a proveerse de víveres y aprovecha para hacer portes y ganar algo de guita. Me doy cuenta en este preciso momento de que no tengo ni la más remota idea de qué día es hoy, ni numérico ni jornada semanal. Gozo de esta sensación de liviandad mientras me meto entre pecho y espalda una ración de cortezas de cerdo aderezadas con limón y chile. En la lejanía diviso un perfil que pertenece a Honduras y algo más allá se encuentra Nicaragua. El Golfo de Fonseca se bautizó así en honor al obispo Juan Rodríguez de Fonseca, primer organizador de la política colonial española en las Indias. El paisaje tiene majestad. No hay ni un solo extranjero en el puerto. “Allá en la isla todo el mundo vive de la pesca y del Norte”, me explica Faustino. Pregunto por el término norteño y me aclara que se refiere a los emigrantes que mandan dinero a casa desde EEUU. Algunas feligresas de la Iglesia de los Apóstoles y Profetas pululan por el muelle. “Llevan los atavíos porque temen que se les escape el alma por la cabeza si no lo hacen”, susurra al capitán haciendo muecas para darme a entender que las cree majaretas.

Partimos al fin. Vamos hasta los topes. No puedo evitar sentir una honda desazón cuando veo que todo el mundo sin excepción lanza por la borda lo que tiene a mano. Plásticos, basura, envases de todo tipo, más plásticos… Pongo mala cara, incluso regaño a algunos, pero no consigo nada. Siguen aventando. Luego sabré que en la isla gastan miles de dólares en papeleras porque el personal se divierte reventándolas sin usarlas. Intento evadirme buscando delfines con mi conocida mirada de marinero. Fracaso en el intento.

Comienzo a charlar con Marta, una empleada de banco que anda de vacaciones con su familia. Proviene de San Simón y me habla de los tiempos de la Guerra Civil en su pueblo. En marcha otra ración de desgracias y recuerdos atormentados… “Una vez hubo una confusión y los militares bombardearon a sus propios compañeros muy cerca de mi casa. Vimos los cuerpos desparramados. También recuerdo que cuando yo era pequeña solíamos encontrar bombas sin explotar por ahí tiradas. Yo tenía cuatro años y llevé una a enseñarla a mi papá. Nos reprendió mucho. Tuvimos mucha suerte de que no explotase. Hubo gente que la activó sin querer y saltó por los aires”. De forma increíble cuenta esto con una sonrisa en la cara y sus dos hijos (ninguno supera los diez años) escuchan todo, sin epítetos que valgan. Le hago ver si no les podemos causar pesadillas con estos relatos pero no se inmuta y responde que descuide, que ya están curados de espanto. No entiendo nada, la verdad.

Llegamos a la isla. Busco un lugar para dormir y lo hallo en el domicilio de Robertina García Bonilla, conocida acá como Roben. Me ofrece una hamaca en su salón por cuatro dólares. Acepto sin regatear. Al saber que la letrina (compartidísima) es un agujero en el suelo me arrepiento, pero hace demasiado calor para seguir rastreando. Además, quedo atrapado cuando la señora me cuenta una historia fascinante tras comentarle que mi intención es investigar sobre el tesoro escondido de Francis Drake. La leyenda asegura que el corsario, comerciante de esclavos y político inglés enterró parte de su botín en esta isla. El oro de esta figura tan controvertida que participó en el ataque a Cádiz y La Coruña es la tentación que me ha traído hasta aquí. No descarto dar con él y regresar a casa en jet privado.

Mi anfitriona me suelta la siguiente andanada mientras cocina pescado frito: “Donde se supone que está escondido el tesoro es en esa isla pequeñita que está frente a nosotros. Se llama Meanguerita, pero la llamamos Pirigallo. Hace muchos años vinieron unos gringos y quisieron comprar a un hijo de mi papá para hallar ese famoso botín. Pero mi papá no accedió”. Me quedo de piedra. Otro huésped tercia al ver mi cara de estupefacción: “Verás, se supone que hacen falta unas condiciones especiales para poder tener éxito en la búsqueda. El muerto que custodia el tesoro, siempre hay uno, se comunica por sueños con sus descendientes o con gente especialmente valerosa para ofrecerle las pistas que conducen a él. Si no eres de los elegidos, deberás cerrar un pacto con el diablo. Para eso necesitas ofrecerle algo a cambio. Lo habitual es un bebé no bautizado”. Esto se está poniendo emocionante, casi no doy crédito a lo que oigo. Me animan a acudir a la municipalidad para buscar a Kayra Romero, lo que desde luego hago de inmediato. Al parecer es una funcionaria que conoce todos los detalles de la historia local. Aguardo una media hora hasta que aparece una veinteañera de lo más vivaracha. Me presento y me invita a sentarme.

“Debes saber que esta isla fue el primer descubrimiento de Andrés Niño y que le puso por nombre Petronila en honor a una su sobrina (sic). La Isla Meanguerita ahora se encuentra deshabitada y sirve como reserva de aves. Fue allá donde enterraron el tesoro. Lo que te han contado es cierto: la leyenda asegura que para encontrarlo se debía contar con un bebé no bautizado y ofrecerlo al diablo en forma de pacto. Ése es el pago fijado. Al parecer, por algún motivo el candidato que buscaron los gringos fue Arnulfo, el hermano de Robertina, tu casera. Pero sus papás al final se negaron a venderlo y los tipos se marcharon por donde vinieron. Piensa que eso pasó hace unos cincuenta años y entonces acá en la isla no había luz ni agua. Esto estaba muy atrasado”. El cambio en este medio siglo es evidente, pero menos: de acuerdo, hoy día el parque automovilístico ha aumentado a dos coches (antes había cero), pero los vecinos continúan creyendo a pies juntillas la validez de lo del bebé sin bautismo. Kayra prosigue con su discurso y comenta que “a veces, durante las noches, se distinguen algunas luces en Meanguerita… aunque ya te he dicho que allá no vive nadie. Yo misma las he visto, son como candelas de antorchas. Dan algo de miedo pero como las he observado desde mi casita me dan menos. La única persona que ha estado en la isla excavando fue mi abuelito. Se llamaba Alejandro Castro y estuvo tratando de horadar un pozo. Ya está fallecido y que yo sepa no dio con el tesoro, así que sigue allí”. Obviamente me apetece organizar mi propia expedición de búsqueda. Pido transporte a Meanguerita cueste lo que cueste. Localizo a Omar Salinas, un emigrante en Nueva York que anda apurando sus vacaciones en la madre patria y que maneja una lancha. “Sí, lo de las luces es verdad. Muchos las han visto. Es como una bola de fuego que va desde allá, en ese cabo, hasta la isla principal a una zona que se conoce como La Narigona. Mucha gente que viene a Meanguerita a buscar leña o cangrejos asegura que se siente feo al acercarse a la islita. Algo hay extraño pero no sé bien qué es”. Miro al cielo y cuento decenas de pájaros. Son pelícanos (garzones los llaman aquí) y tijeretas. Suplico desembarcar y veo cumplido mi deseo. “Pero tenga cuidado con las serpientes”, apunta Omar.

Pongo pie en tierra; estoy solo y, mucho ojo, puedo estar pisando un tesoro incalculable. Resulta emocionante. Durante casi una hora paseo con dificultad por un terreno agreste, húmedo, sobre una mullida y resbaladiza alfombra de hojas salpicada con raíces enormes. Tic tac, el tiempo juega en contra y no doy con nada que parezca un cofre, una enorme equis, algún tipo de señal. Pienso dónde habría enterrado yo el dichoso tesoro si luciera una pata de palo y un parche en el ojo. Nada, no hay manera. En fin, Drake, tú ganas. Regreso a la lancha no sin antes inmortalizar este instante tan aventurero y voy como una flecha a ver si localizo al tal Arnulfo. No todos los días conoce uno a un señor al que casi entregan al diablo para sellar un pacto. No tardo mucho en dar con mi objetivo. No es que yo sea un hacha, es que Meanguera del Golfo son cuatro calles.

Arnulfo es un tipo color cobre, bigotudo, con los ojos enrojecidos, enjuto. Accede a hablar conmigo: “Yo era un niño gordito cuando tenía un mes y los gringos querían un bebé no bautizado para hacer el pacto con el demonio y encontrar el tesoro. Pero mi papá me defendió, me anduvo cuidando en un cayuquito y me protegió arriba de la lancha para que no me pudieran atrapar. Mi papá luchó. Ellos andaban con un señor que se llamaba Agustín Reyes, me quería robar y ponerme en manos de los gringos. Ellos le preguntaron a mis abuelos si estaban de acuerdo con venderme, pero mi abuelo respondió que yo no era un animal para vender…”. Aparece un espontáneo de forma grosera: “¿Por qué andas contando tu historia? Mejor te callas”. Quizás tenga razón. Desde luego no es un episodio para presumir, puesto que sus padres pudieron llegar a negociar aunque al final se arrepintieron. Y cuando el asunto se convirtió en algo de dominio público decidieron relatarle a su propio hijo una versión edulcorada. Solicito tomarle una foto a mi protagonista, y éste consiente. Y yo que se lo agradezco.

Paso el resto de la tarde jugando al fútbol en una pequeña explanada junto al muelle. Cada cinco minutos la pelota va al agua y uno de los participantes debe marcarse un picado para ir a recogerla si con la red y una caña no se alcanza. Jamás había disputado una pachanga en un país con vistas a otros dos. Mi equipo pierde seis a dos pero anoto un golazo aplaudido por todos. Pírrico consuelo. Me marcho agotado y derrotado, pero complacido con mi actuación (siete balones al agua, un gol; no está mal) y me entrego a los licuados de fresa. Me zampo dos consecutivos y me bastan tres minutos para que mi vientre se resienta. Buf, descomposición en el peor escenario posible. Descubro ahora que el retrete, por no tener, tampoco tiene luz. La vieja Roben, encima, me fustiga: “Normal, tanto correr. Luego no es bueno tomar licuados”. Supongo que se trata de la venganza de Drake por haber querido dar con sus riquezas escondidas. Me refugio en mi hamaca y salgo un par de veces a la calle hasta donde se divisa Meanguerita para ver si distingo las famosas luces nocturnas. No tengo suerte.

Únicamente veo borrachos dando la nota. Y yo tan sólo con la compañía de un agujero en el suelo en este deprimente cuarto de baño. Se me olvidaba, también hay más mosquitos de la cuenta.