En el país de las almas
Sorprendentemente me siento algo recuperado, de alguna forma el cuerpo comienza a reiniciarse y a optimizar sus funciones. Oficiosamente me doy por curado. Recién llegado a la estación central, accedo a la planta que comunica con la terminal de bus y localizo una marshrutka que parte con rumbo a Zugdidi en un par de minutos. Objetivo Abjasia, segundo intento. Sin tiempo ni para ir al retrete me monto de un salto y ocupo el último asiento que queda libre. Dormito lo que me permite mi atestada vejiga y los inexistentes amortiguadores del vehículo, y en unas cinco horas alcanzamos nuestro destino. Me pertrecho de rublos en una destartalada oficina de cambio de monedas y a mediodía hago otra aparición en el puesto fronterizo de la policía georgiana. Sus oficiales me reconocen y me saludan entre risas. De nuevo, ninguno viste un uniforme oficial, pero bien que lleva la mayoría una pistola ajustada en la cintura y sujeta con su propio pantalón tejano. Creo que han visto demasiados telefilmes. Pese a lo cutre del escenario, me siento cómodo. No hay nervios. Haber perdido la virginidad en este tipo de trances me permite dominar mejor la situación. Lo desconocido ha pasado a resultar sólo un trámite engorroso.
El oficial al que más le gusta hacer de poli bueno revisa mi pasaporte, localiza el sello de Armenia y alza la voz: «Veo que has estado en Ereván… Allí hay muy buenas mujeres, ¿verdad?». Sonrío sin dar más explicaciones, mientras otro policía, más siniestro, me pregunta dónde estaba conectado a internet cuando solicité mi nuevo visado a las autoridades de Abjasia. La pregunta en sí misma es bastante lela e irrelevante, pero me cuadro y le comunico que en Poti. Y añado que me parece una ciudad estupenda. Nunca está de más el peloteo al país anfitrión en estas circunstancias, aunque siempre con moderación. Los dos tipos, además de necesitados de una ducha, no parecen esta mañana muy por la labor de prolongar el interrogatorio y me indican con un displicente gesto que puedo seguir mi camino. Dejo atrás a los georgianos y vuelvo a transitar el kilómetro largo de zona de nadie que separa ambas fronteras. Hace un calor de aúpa, me muevo con presteza sobre un asfalto repleto de baches y hasta me atrevo a tirar alguna foto de tapadillo. Quizás me siento demasiado seguro y eso no suele ser un buen síntoma.
Alcanzo el puesto de entrada a Abjasia y me pongo a la cola. Somos muchos y esto tiene pinta de ir lentísimo. Alzo la vista y localizo a una joven que venía en mi misma marshrutka desde Tiflis. Por señas me indica que me cuela. Culebreo entre la bulla y me pongo junto a ella. Perfecto. Me acabo de ahorrar fácilmente una hora. La chica se llama Nutsa. «Voy a visitar a mi familia de Abjasia por Semana Santa. Mi pasaporte es de Georgia pero tengo un permiso oficial de invitación para esta ocasión. Mira, puedes verlo. Supongo que debe de ser duro ser turista en un sitio como éste…». Justo en este momento decide callar, da la impresión de que se acaba de dar cuenta de que puede estar diciendo algo inconveniente, así que guarda silencio y se limita a sonreírme. Hago lo mismo para corresponder. Unos minutos después estoy delante del militar ruso que debe franquearme el paso o impedírmelo de nuevo. Me abronca por no parecerme al de la foto del pasaporte debido a mi (cada vez más canosa) barba y me somete a un nuevo interrogatorio, en un deficiente inglés: qué voy a hacer en Abjasia, a quién conozco allí, qué me han preguntado los policías georgianos en la frontera, si he tomado alguna foto de la franja de tierra de nadie… A esto último respondo que por supuesto que no, que jamás se me ocurriría y hasta ofrezco mi cámara para que lo compruebe. Menos mal que se da por satisfecho con el gesto y no la revisa. Respecto a los policías georgianos, le señalo que no me han interrogado por nada relevante. «Has tenido suerte entonces, suelen hacer preguntas para conocer cómo es la vida en nuestro país», me señala el militar antes de despedirme con una escueta advertencia: «¡Ten cuidado!». Asiento mientras al fin logro poner los dos pies en Abjasia. Misión cumplida. Me despido de Nutsa y su familia, a las que espera un coche, y yo me monto en una nueva y atestada marshsutka hasta Gali, el pueblo más próximo a la frontera.
La primera sensación que me invade es que el país está desierto. Cuando llegamos a Gali pienso que se trata de una simple parada técnica. Más que a un pueblo esto se asemeja a un olvidado escenario de unos estudios de cine. ¿Está deshabitado? Se trata de una ciudad gobernada por los sonidos del campo. Pasa un coche ahora y otro dentro de bastantes minutos. Desde luego no se puede decir que haya problemas para encontrar aparcamiento. Los edificios parecen abandonados, en realidad muchos lo están, y conquistados por plantas que han crecido de forma silente e incontestable. Me encuentro en una explanada bajo un sol de justicia, el bus que parte hacia la capital Sokhumi lo hará en un par de horas y no me queda otra que esperar. Tengo tiempo de sobra para achicharrarme porque el termómetro sigue en alza. Decido dar un paseo mientras dejo mi teléfono móvil cargando en una tienda de comestibles (increíble repertorio de chucherías todas muy azucaradas y a tope de grasas saturadas) donde compro un par de helados y una botella de agua. Observo al personal: la mayoría presenta una dentadura incompleta y mal cuidada, hay bastantes obesos (incluso los de complexión delgada lucen una prominente panza) y da la sensación de que la edad mínima para arrancar a fumar es de diez años. En dos horas no doy con nadie que hable algo que no sea abjasio o ruso. Los escasos vecinos tienen la apariencia de supervivientes en una población fantasma.
Me toma sólo un rato hacer paisaje y acostumbrarme a un entorno que configura un escenario diría más rural que urbano, con apariencia de haberse entregado a la siesta y que en cualquier caso no tiene nada que ver con la imagen de paraje peligroso y temido que me habían dibujado no pocos georgianos días atrás. No es la tierra de bandidos y desheredados que me habían pintado. Hasta ahora sólo he recibido sonrisas y hasta el conductor de la marshsutka me ha ofrecido el puesto del copiloto mientras esperamos pacientemente a la hora de salida. Me siento relajado. Nadie diría que fue aquí, en Gali, donde se detonaron los últimos disparos durante la guerra de secesión en 1998. El origen de la (última) herida abierta entre Abjasia y Georgia hay que buscarlo en los pasados años 80, cuando la URSS comenzó a exhibir signos de debilidad bajo el mandato de Mijaíl Sergéyevich Gorbachov y se empezaban a mover las piezas del tablero para el reparto de las zonas de influencia ante el vacío de poder que se intuía. Muchos miles de abjasios se mostraron temerosos de que se produjera una completa georgización de su territorio, por lo que pidieron a Moscú que los constituyera como una república más de la unión. Sin embargo, no fue hasta el 22 de agosto de 1990 cuando el Soviet Supremo de Abjasia declaró su independencia total de Georgia y su unión a una URSS que enfilaba su entrada en barrena. Para entonces ya se habían producido graves episodios de violencia y se había puesto un buen puñado de muertos sobre la mesa a cuenta de la apertura de una sucursal de la Universidad de Tiflis en Sokhumi, lo que se consideró un desafío a ojos de los nacionalistas abjasios. A partir de ahí, las posiciones se tornaron irreconciliables.
Abjasia contaba con el apoyo de las tropas rusas, algo que nunca fue oficialmente reconocido ni falta que hacía, y con una confederación paramilitar formada por patriotas de otros pueblos del Cáucaso con el denominador común de su carácter pro ruso, como los osetios, los chechenos y los cosacos. La población civil sufrió lo indecible. Bajo la presidencia de Eduard Shevardnadze en Tiflis, a la sazón ex ministro de Asuntos Exteriores de la URSS, se reinstauró en febrero de 1992 la constitución de la antigua República Democrática de Georgia, lo que fue interpretado por los abjasios como una anulación de su autonomía. Se buscó un pretexto de un secuestro más que discutible para mandar al ejército de Georgia a someter a Sokhumi, una ciudad de la que posteriormente el propio Shevardnadze debió salir huyendo en barco ante el asedio de los rebeldes en lo que sería su ataque definitivo. No fue el único georgiano en ser forzado a abandonar la región: muchos otros corrieron la misma suerte e incluso se practicó una veloz y despiadada limpieza étnica por parte de los activistas abjasios más radicales. Muchos civiles perdieron la vida tratando de cruzar las montañas en dirección a Svaneti y Samegrelo. Los cálculos actuales son difusos, pero se cree que en torno a un cuarto de millón de refugiados por la guerra todavía sobrevive en Georgia en unas condiciones lamentables. La paz, por llamarlo de alguna manera, se firmó en diciembre de 1993, en un acuerdo mediado por la ONU y, cómo no, por Rusia. Con el paso de los años, los georgianos han tratado de digerir la escisión, pero no lo han conseguido.
En la actualidad, lo abjasios son independientes de facto, aunque no están reconocidos por la Comunidad Internacional: sólo lo aceptan Rusia, Nicaragua, Venezuela, el pequeñísimo estado micronesio de Nauru y los otros territorios pro rusos que también anidan en un limbo legal similar: Osetia del sur, Nagorno Karabaj y mi añorada Transnistria. Una fuerza de paz, vulgo de ocupación, proveniente de Rusia vela por la seguridad del territorio, especialmente en las fronteras. Puedo dar fe de ello. Pienso en la desgarrada historia reciente de esta tierra mientras contemplo de reojo cómo se suceden en el arcén de la casi desierta carretera una serie de carteles publicitarios donde aparece una galería de guerrilleros en actitud varonil acompañados de banderas de Abjasia. La atmósfera bélica sigue presente y bien presente. Reparo en la composición de la bandera nacional. Tiene una curiosa explicación: la mano abierta simboliza la querencia local por hacer amigos, las siete estrellas hacen referencia a las siete ciudades históricas principales del país y las rayas verde y blanca lanzan un guiño tolerante a las confesiones cristiana y musulmana, la primera más representativa y numerosa que la segunda.